La Hija De Robert Poste(c.1) by Stella Gibbons

Author:Stella Gibbons
Language: es
Format: mobi
Tags: humor_prose
Published: 2010-06-11T22:00:00+00:00

Rodeó el pequeño chamizo de pastores y de pronto vio a Elfine, sentada en el césped tomando el sol.

Ambas primas se miraron con cierta sorpresa. Pero Flora se alegró de aquel encuentro. Necesitaba una oportunidad para poder hablar con Elfine.

Elfine se puso de pie de un salto y se quedó quieta; tenía algo del frágil encanto de un pequeño potrillo. La sonrisa de las ninfas jugaba en la extraña y hosca pureza de su boca, y sus ojos entrecerrados parecían poco amistosos. Flora pensó: «¡Qué manera más espantosa de peinarse, por Dios! Debe de tratarse de un error».

—Tú eres Flora... Hola, yo soy Elfine —dijo la chica, sencillamente. Su voz tenía un aire entrecortado y quebrado que recordaba el timbre aflautado y asexuado de las canciones de un coro infantil (sólo que los coros infantiles en raras ocasiones son asexuados, como muchas esposas de vicarios, acosadas, saben a su pesar).

«Vaya, qué lista», pensó Flora, bastante crudamente. Pero, no obstante, adoptó su tono más amable:

—Sí. Hace una mañana deliciosa, ¿verdad? ¿Has ido hasta muy lejos?

—Sí... No... Un poco, por ahí...

El vago gesto de su brazo desgarbado esbozó, de una forma divertida, un recorrido por horizontes infinitos. La amplitud de los gestos de Judith sugerían aquella misma descripción de extensiones ilimitadas; y no quedaba un jarrón entero en toda la granja.

—Me asfixio en la casa —añadió Elfine, con timidez y un tanto bruscamente—. Odio las casas.

—¿Ah, sí?

Flora observó que Elfine respiraba hondo, y supo que estaba a punto soltarle una buena y larga descripción de sí misma y de sus costumbres, tal y como suelen hacer estas ninfas tímidas en cuanto se les da la menor oportunidad. Así que Flora se sentó en el césped, al sol, y se dispuso a escuchar, mirando hacia arriba, a su esbelta prima Elfine.

—¿Te gusta la poesía? —preguntó repentinamente Elfine. Un carmín puro sonrojó la piel de su cara. Había cerrado los puños, curtidos y huesudos como los de un muchacho.

—Algo... —respondió Flora con cautela.

—A mí me encanta —dijo Elfine sencillamente—. La poesía dice todo lo que yo no puedo decir... No sé... Es como... Oh, no sé... De alguna manera... lo es todo. Es suficiente. ¿Has sentido eso alguna vez?

Flora contestó que, efectivamente, alguna vez había sentido algo parecido, pero aquella respuesta quedó un poco coja por el hecho de que no estaba muy segura de lo que quería decir Elfine.

—Yo escribo poesía —dijo Elfine. («¡Así que yo estaba en lo cierto!», pensó Flora)—. Te enseñaré alguno de mis poemas... si me prometes no reírte. No puedo soportar que se rían de mis niños... Bueno, es que yo llamo a mis poesías «mis niños».

Flora creyó que podía hacer esa promesa con cierta seguridad.

—Y el amor también... —murmuró Elfine, mientras su voz se quebraba y cambiaba tímidamente como el hielo fin—landés bajo los primeros y cálidos rayos de sol y los ululantes vientos de la primavera nórdica—. Sí, el amor y la poesía van cogidos de la mano, de alguna manera... Vagan por aquí, por las colinas, cuando estoy sola con mis ensoñaciones.

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